Balzac, Honore De - Coronel Chabert, El.pdf

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El Coronel Chabert
Honorato de Balzac
L I B R O d o t . c o m
El Coronel Chabert
Honorato de Balzac
Á la señora doña Ida del
Chatelar, condesa de
Bocarmé.
—Vaya, ya tenemos aquí á ese viejo moscardón del carrique.
Esta exclamación la lanzaba un pasante que pertenecía al género de los que se
llaman en los estudios saltacharcos , el cual mordía en este momento con apetito voraz
un pedazo de pan. El tal pasante tomó un poco de miga para hacer una bolita, la cual,
bien dirigida y lanzada por el postigo de la ventana en que se apoyaba, rebotó hasta la
altura de dicha ventana, después de haber dado en el sombrero de un desconocido que
atravesaba el patio de una casa situada en la calle Vivienne, donde vivía el señor
Derville, procurador.
—Vamos, Simonín, no haga usted tonterías á las gentes, ó le pondré de patitas
en la calle. Por pobre que sea un cliente, siempre es hombre, ¡qué diablo! dijo el primer
pasante interrumpiendo la adición de una memoria de costas.
El saltacharcos es, generalmente, como era Simonín, un muchacho de trece á
catorce años, que se encuentra en todos los estudios bajo la dirección especial del
primer pasante, cuyos recados y cartas amorosas le ocupan, al mismo tiempo que va á
llevar citaciones á casa de los ujieres y memoriales á las audiencias. Tiene algo del
pilluelo de París por sus costumbres, y del tramposo por su destino. Este muchacho es
casi siempre implacable, desenfrenado, indisciplinable, decidor, chocarrero, ávido y
perezoso. Sin embargo, casi todos los aprendices de pasante tienen una madre anciana
que se alberga en un quinto piso y con la cual reparten los treinta ó cuarenta francos que
ganan al mes.
—Si es un hombre, ¿por qué le llama usted moscardón? dijo Simonín con la
actitud de un escolar que coge al maestro en un renuncio.
Y reanudó su operación de comer el pan y el queso, apoyando el hombro en el
larguero de la ventana, pues permanecía de pie con una pierna cruzada y apoyada contra
la otra sobre la punta del zapato.
—¿Cómo podríamos fastidiar á este tipo? dijo en voz baja el tercer pasante,
llamado Godeschal, deteniéndose en medio de un informe que dictaba, teniendo á la
vista un requerimiento compulsado por el cuarto pasante y cuyas copias habían hecho
dos neófitos llegados de provincias: ... Pero en su noble y benévola complacencia. Su
Majestad Luis XVIII (ponedlo en letra ¿eh?), en el momento en que volvió á tomar las
riendas de su reino, comprendió ... (¿qué habrá comprendido este farsante?) la elevada
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misión á que estaba llamado por la divina Providencia ... (admiración y seis puntos: en
la audiencia son, á mi parecer, bastante religiosos para consentirlos ), y su primer
pensamiento fue, como lo prueba la fecha de la real orden adjunta, reparar los
infortunios causados por los espantosos y tristes desastres de nuestros tiempos
revolucionarios, restituyendo á sus fieles y numerosos servidores (esto de numerosos es
una frase que ha de halagar al tribunal) todos los bienes no vendidos que se
encontrasen, ya bajo el dominio público, y a bajo el dominio ordinario ó extraordinario
de la corona, ya, en fin, que se encontrasen entre las donaciones de establecimientos
públicos, pues nosotros somos ó pretendemos ser hábiles para sostener que tal es el
espíritu y el sentido de la famosa y tan leal real orden dictada en ... Esperen ustedes,
dijo Godeschal á los tres pasantes. Este diablo de frase ha llenado el fin de la página.
Pues bien, repuso mojándose con la lengua el dedo á fin de poder volver la espesa hoja
del papel timbrado, si quieren ustedes gastarle una broma, díganle que el principal no
puede recibir á sus clientes más que entre dos y tres de la madrugada. Veremos si así
deja de venir ese importuno.
Y Godeschal reanudó la frase empezada.
Dictada en ... ¿Están ustedes? preguntó.
—Sí, gritaron los tres copistas.
Todo marchaba á la vez, el informe, la charla y la conspiración.
Dictada en ... ¡eh! ¡papá Boucard! ¿qué fecha lleva la real orden? ¡Canastos!
¡hay que poner los puntos sobre las íes! Así se llenan páginas.
—¡Canastos! repitió uno de los copistas antes de que Boucard hubiera
respondido.
—¡Cómo! ¿ha escrito usted canastos? exclamó Godeschal mirando á uno de los
recién llegados con aire severo al par que chocarrero.
—Vaya si lo ha puesto, dijo Desroches, el cuarto pasante, inclinándose sobre la
copia de su vecino, ha escrito: ¡Canastos! con k, y hay que poner los puntos sobre las
íes .
Todos los pasantes soltaron una sonora carcajada.
—¡Cómo! señor Huré, ¿toma usted canastos por un término de derecho, y dice
usted que es de Mortagne? exclamó Simonín.
—Raspe usted bien eso, dijo el primer pasante. Si el juez encargado de este
asunto viese una cosa semejante, diría que se burla uno del oficio, y nuestro principal se
disgustaría. Vamos, señor Huré, no vuelva usted á cometer semejantes tonterías. Un
normando no debe escribir nunca descuidadamente un informe, que es, por decirlo así,
el ¡armas al hombro! de los curiales.
Dictada en... ¿en? preguntó Godeschal. Pero, hombre, Boucard, dígame usted
cuándo.
—En junio de 1814, respondió el primer pasante sin dejar su trabajo.
Un golpe dado á la puerta del estudio, interrumpió la frase de este prolijo
informe. Cinco pasantes provistos de magníficos dientes, de ojos fijos y burlones y de
melenudas cabezas, fijaron sus miradas en la puerta después de haber gritado todos con
voz de chantre:
—¡Adelante!
Boucard permaneció con la cabeza sumida en un montón de actas, llamadas
morralla en términos curiales, y continuó haciendo la memoria de costas que le
ocupaba.
El estudio era una gran pieza, provista de la clásica estufa que adorna todas las
oficinas de la trampa. Los tubos que formaban la chimenea, atravesaban diagonalmente
la habitación é iban á unirse á una cocinilla condenada, sobre cuyo mármol se veían
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diversos pedazos de pan, triángulos de queso de Brie, costillas de lomo, vasos, botellas
y la jícara de chocolate del primer pasante. El olor de estos comestibles se amalgamaba
tan bien con el tufo que despedía la estufa calentada desmedidamente y con el olor
particular á las oficinas y á los papelotes, que la hediondez no se hubiera notado. El
pavimento estaba ya cubierto por el barro y la nieve que habían llevado á él los
pasantes. Cerca de la ventana se veía la mesa ministro del principal, á la cual estaba
adosada la mesita destinada al segundo pasante. Éste se hallaba á la sazón, que serían
las nueve ó las diez dé la mañana, en la Audiencia. El estudio tenía, por todo adorno,
esos grandes carteles amarillos que anuncian los embargos de inmuebles, las ventas, los
litigios entre mayores y menores, las adjudicaciones definitivas ó preparatorias, toda la
gloria, en fin, de los estudios. Detrás del primer pasante había una enorme estantería que
cubría la pared de arriba abajo, y cada uno de cuyos compartimientos estaba lleno de
protocolos, de los cuales pendía un número infinito de etiquetas y de cabos de hilo rojo,
que daban un aspecto especial á todos aquellos expedientes. Los compartimientos
inferiores de la estantería estaban llenos de cartones, amarillos por el uso, ribeteados de
papel azul, y en los cuales se leían los nombres de los grandes clientes, cuyos sabrosos
asuntos se resolvían en aquel momento. Los sucios cristales de la ventana dejaban pasar
poca luz. Por otra parte, en París existen pocos estudios donde se pueda escribir sin el
auxilio de una lámpara en el mes de febrero antes de las diez: todo el mundo va allí,
nadie permanece, y ningún interés personal está, unido á lo que ya de por sí es tan
trivial; ni el procurador, ni los clientes, ni los pasantes se preocupan de la elegancia de
un lugar que para los unos es una clase, para los otros un pasaje y para el amo un
laboratorio. El grasiento mobiliario se trasmite de procurador en procurador, con un
escrúpulo tan religioso, que ciertos estudios poseen aún cajitas para los pabilos, carpetas
antiguas de pergamino y cubiertas que provienen de los procuradores del Chlet,
abreviación de la palabra Chatelet, jurisdicción que representaba en el antiguo orden de
cosas al actual tribunal de primera instancia. Este estudio, obscuro y lleno de polvo,
tenía, pues, como todos los demás, algo de repugnante para todos los clientes, y que
constituía una de las horribles monstruosidades parisienses. Ciertamente que si las
húmedas sacristías donde las plegarias se pesan y se pagan como si fueran mercancías, y
si los almacenes de trapos viejos, donde flotan harapos que marchitan todas las ilusiones
de la vida, mostrándonos el sitio adonde van á parar nuestras galas; si estas dos cloacas
de la poesía no existiesen, repito, un estudio de procurador sería el más horrible de los
establecimientos sociales. Pero lo mismo que en estos sitios, ocurre en las casas de
juego, en los tribunales, en las administraciones de lotería y en todos los malos lugares.
¿Por qué? Sin duda en estos sitios, el drama, desarrollándose en el alma del hombre,
contribuye á hacerle los accesorios indiferentes. Esto mismo podría servir también para
explicar la indiferencia en el vestir de los grandes pensadores y de los grandes
ambiciosos.
—¿Dónde está mi cortaplumas?
—Ahora estoy almorzando.
—Vaya, ya me ha caído un borrón sobre el informe.
—¡Chitón! señores.
Estas diversas exclamaciones fueron lanzadas en el momento en que el anciano
cliente cerraba la puerta con esa especie de humildad que caracteriza los movimientos
del hombre desgraciado. El desconocido procuró sonreír, pero los músculos de su rostro
permanecieron inmóviles cuando buscó en vano algunos síntomas de amabilidad en los
rostros inexorablemente apáticos de los seis pasantes. Acostumbrado, sin duda, á juzgar
á los hombres, se dirigió muy cortésmente al saltacharcos , esperando que aquel
alfeñique le respondería con dulzura.
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—Señor, ¿se puede ver á su principal?
El malicioso saltacharcos , sólo respondió al pobre hombre dándose golpecitos
en la oreja con los dedos de la mano izquierda, como para decir: «Soy sordo».
—¿Qué desea usted, caballero? preguntó Godeschal, el cual, al mismo tiempo
que hacía esta pregunta, se llevaba á la boca un pedazo de pan, con el que se hubiera
podido cargar una pieza de á cuatro, blandía su cuchillo y se cruzaba de piernas,
poniendo á la altura de sus ojos el pie que tenía al aire.
—Señor mío, vengo aquí por segunda vez, le respondió el paciente. Deseo
hablar al señor Derville.
—¿Para algún negocio?
—Sí, pero sólo puedo explicárselo á él.
—Nuestro principal está durmiendo; si desea usted consultarle para algún asunto
difícil, le advierto que sólo trabaja seriamente á las dos de la madrugada. Pero, si quiere
usted decirnos lo que desea, podríamos tan bien como él...
El desconocido permaneció impasible y se puso á mirar modestamente en torno
suyo, como el perro que, habiéndose introducido en una cocina extraña, teme recibir en
ella algún golpe. Como consecuencia natural de su estado, los pasantes no tienen nunca
miedo á los ladrones, no sospecharon, pues, del hombre del carrique, y le dejaron
observar el local donde buscaba en vano un sitio para descansar, pues estaba
visiblemente fatigado. Por sistema ya, los procuradores dejan pocas sillas en sus
estudios. El cliente vulgar, cansado de esperar de pie, se marcha gruñendo; pero nunca
hace perder un tiempo que, según decía un viejo procurador, pasa de la marca.
—Caballero, respondió, yo he tenido el honor de advertirle que no podía
explicar mis deseos más que al señor Derville. Esperaré, pues, á que se levante.
Boucard había acabado de hacer la adición, y sintió el olor del chocolate; dejó su
poltrona, se encaminó á la chimenea, examinó de arriba abajo al anciano, contempló su
carrique y acabó por hacer una mueca indescriptible. Probablemente pensó que por
mucho que se hiciese, sería imposible sacar un céntimo á aquel hombre, é intervino en
la conversación con el propósito de desembarazar á su principal de un mal cliente.
—Caballero, le dicen á usted la verdad. Nuestro principal no trabaja más que por
la noche. Si el asunto que usted trae es grave, le aconsejo que vuelva á la una de la
noche.
El litigante miró al primer pasante con aire estúpido y permaneció inmóvil
durante un momento. Acostumbrados á todos los cambios de fisonomía y á los
singulares caprichos producidos por la indecisión ó por la preocupación que caracteriza
á las gentes pleitistas, los pasantes continuaron comiendo, haciendo tanto ruido con sus
mandíbulas como el que deben hacer los caballos en el pesebre, y no se preocuparon
más del anciano.
—Está bien, señor, vendré esta noche, dijo por fin el viejo, el cual, con esa
tenacidad propia de los desgraciados, quería coger en renuncio á la humanidad.
El único epigrama permitido á la miseria es el de obligar á la justicia y á la
benevolencia á denegaciones injustas. Cuando los desgraciados se han convencido de la
perversidad de la sociedad, se cobijan más vivamente en el seno de Dios.
—¡Vaya un tipo más célebre! dijo Simonín sin esperar á que el anciano hubiese
cerrado la puerta.
—Tiene trazas de ser un desterrado, dijo uno de los pasantes.
—No, es algún coronel que reclamará atrasos, dijo el primer pasante.
—Pues yo creo que es algún antiguo portero, dijo Godeschal.
—¿Cuánto apostamos á que es noble? exclamó Boucard.
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—Yo apuesto á que ha sido portero, replicó Godeschal; pues los porteros son los
únicos seres dotados por la naturaleza de carriques usados, grasientos y deshilachados
por abajo, como lo está el de ese buen hombre. ¿No se han fijado ustedes en sus botas
rotas y en la corbata que le sirve de camisa? Estoy seguro que acostumbra á dormir
debajo de los puentes.
—Muy bien podría ser noble y haber tirado del cordón, dijo Desroches. Eso lo
hemos visto más de una vez.
—No, repuso Boucard en medio de la risa general, sostengo que ha sido
cervecero en 1789 y coronel bajo la República.
—¡Ah! apuesto un espectáculo, para todo el mundo, á que no ha sido militar,
dijo Godeschal.
—Aceptado, replicó Boucard.
—¡Caballero, caballero! gritó el aprendiz pasante abriendo la ventana.
—¿Qué haces, Simonín? preguntó Boucard.
—Le llamo para preguntarle si es coronel ó portero; él seguramente debe
saberlo.
Todos los pasantes se pusieron á reír. Cuando el anciano subía ya la escalera,
Godeschal dijo:
—¿Y qué vamos á decirle ahora?
—Dejadlo de mi cuenta, respondió Boucard.
El pobre hombre entró tímidamente, bajando los ojos, sin duda para no revelar
su hambre mirando con demasiada avidez los comestibles.
—Caballero, le dijo Boucard, ¿quiere usted tener la amabilidad de decirnos su
nombre, á fin de que el principal sepa si...?
—Chabert.
—¿El coronel muerto en Eylau? preguntó Huré, el cual, como no hubiese dicho
nada aún, deseaba añadir alguna nueva burla á todas las demás.
—El mismo, señor mío, respondió aquel desgraciado con pasmosa sencillez.
Y se retiró.
—¡Uf!
—¡Diablo!
—¡Ah!
—¡Ah!
—¡Caramba!
—¡Ah! ¡el bribón!
—¡Anda, anda!
—Señor Desroches, irá usted al espectáculo de balde, dijo Huré al pasante
cuarto, dándole en la espalda un puñetazo capaz de matar á un rinoceronte.
Aquello fue un torrente de risas, de gritos y de exclamaciones, para cuya pintura
se podría emplear todas las onomatopeyas de la lengua.
—¿A qué teatro iremos?
—¡A la Ópera! exclamó el primer pasante.
—Ante todo, repuso Godeschal, he de advertir que aquí no se ha hablado de
teatro, y, por lo tanto, si quiero, puedo llevarles á ustedes á casa de la señora Saqui.
—La señora Saqui no es un espectáculo, dijo Desroches.
—¿Pues qué es un espectáculo? dijo Godeschal. Establezcamos, en primer
término, el objeto de la apuesta. Yo he apostado la entrada á un espectáculo. Ahora
bien, ¿que es un espectáculo? A mi modo de ver, es una cosa que se ve...
—Pero, según eso, usted podría librarse del compromiso llevándonos á ver cómo
corre el agua por el Puente Nuevo, exclamó Simonín interrumpiéndole.
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