Abecassis,_Eliette_-_Qumran.pdf

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Abecassis, Eliette - Qumran
QUMRåN
Eliette Abcassis
Ttulo de la edicin original: Qumran
(c) ditions Ramsay, Pars, 1996
Traduccin del francs: Manuel Serrat Crespo cedida por Ediciones B, S. A. (1997)
Diseo: Winfried Bhrle
(c) Crculo de lectores, 2002
ISBN 84-226-6765-7
Depsito legal: B. 272 51-2002
A Rose Lallier,
este libro nacido de una de sus visiones.
Quienquiera que nunca haya llegado a especular
sobre estas cuatro cosas:
¿Qu hay encima?
¿Qu hay debajo?
¿Qu haba antes del mundo?
¿Qu habr despus?
ms le hubiera valido no haber nacido.
Talmud de Babilonia, Haguigah, nb
PRíLOGO
Captulo 1
El da en que el Mesas entreg su alma, el cielo no estaba ms claro ni ms oscuro que otros das;
ninguna luz lo iluminaba, como un signo milagroso. El sol se haba ocultado tras una espesa niebla, pero
sus rayos lograban atravesar aquel opaco techo. Las nubes anunciaban una lluvia fina o granizo, que
nunca lleg para refrescar el terroso paisaje. Las tinieblas no eran profundas en la regin y el cielo
daba todava una dbil claridad.
Era un da como otros, en suma, ni triste ni alegre, ni oscuro ni claro, ni extraordinario ni siquiera
ordinario por completo. Pero tal vez aquella normalidad fuera un presagio de esa ausencia de presagio,
no lo s.
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Su agona fue lenta, difcil. Su respiracin se eterniz en un largo lamento, de inmensa desesperacin.
Sus cabellos y su barba sin color no expresaron ya el ardor de la sabidura, dispensada en todas partes
como un desvelo, como una curacin. Su mirada se vaci de la llama que la encenda siempre cuando, con
pasin, entregaba a todos sus buenas palabras y sus profecas, cuando anunciaba el advenimiento del
nuevo mundo. Su cuerpo retorcido como un trapo, destrozado, slo fue ya sufrimiento, contusin y
abierta llaga. Los huesos sobresalan bajo la carne, macabras estras. Su piel ajada, como un hbito
desgarrado, hecho jirones, un sudario roto, era un rollo de papel desplegado y, luego, profanado, un
vetusto pergamino cuyas letras de sangre merodeaban en torno a las lneas escarificadas, entre
tachaduras y remordimientos, un garabato. Sus estirados miembros, perforados por las pas, maculados
de manchas violceas, parecieron derrumbarse. De sus agujereadas manos, retorcidas por el dolor,
man la sangre; del corazn brotaba una lava tibia que suba hasta la seca boca, rida de las palabras de
amor que tanto le gustaba pronunciar, abatida en una muda expresin de temor y sorpresa, la postrera,
justo antes del ataque. Su pecho, un cordero cado en la trampa del lobo, se levant de un salto, como si
el corazn fuera a salir tal como estaba, desnudo, deslumbrante, sacrificado.
Luego, se inmoviliz, embriagado por su propia sangre como un vino que brotara de la prensa. El horror y
cualquier otra expresin abandonaron los descompuestos rasgos de su plido rostro, donde se dibuj
ciertamente, con ojos pasmados y boca entreabierta, la inocencia. ¿Corra hacia el Espritu? Pero el
Espritu le abandonaba, en el preciso instante en que, como ltima esperanza, pareca invocarlo y
llamarle por su nombre. No hubo signo para l, el rab, el maestro de los milagros, el redentor, el
consolador de los pobres, el sanador de los enfermos, de los alienados y de los tullidos. Nadie poda
salvarle, nadie, ni siquiera l mismo.
Le dieron un poco de agua. Enjugaron sus penas. Algunos afirmaron que un relmpago traz en el
horizonte una luminosa raya, otros pensaron haberle odo llamar a su padre con fuerte voz que reson
por largo tiempo, como si descendiera de los cielos. Inevitablemente, sucumbi.
Era ya un hombre de edad y, sin embargo, no estaba enfermo. Los miembros de la comunidad pensaban
que tal vez fuese inmortal y estaban divididos entre la espera de un acontecimiento -su muerte, su
reaparicin, su resurreccin- y la del no-acontecimiento que implicaba su longevidad -la eternidad-. As,
muriera o viviese, habrase tratado de un milagro.
Era una tarde de abril. Segn los numerosos mdicos que lo atendan, el coma producido un da antes se
deba a un desfallecimiento cardaco. Entre las tres y las tres y media de la tarde, suspendieron las
transfusiones. Se llevaron su cuerpo en ambulancia del hospital, lugar de su agona, a su domicilio.
Entonces lo depositaron en tierra, cubierto con una sbana, de acuerdo con la tradicin. Abrieron luego
el despacho donde el rab oraba, estudiaba y lea, y los fieles recitaron all los textos sagrados. Quienes
le amaban, numerosos, acudieron a rendir un postrer homenaje a su maestro. Pues tena en el mundo
miles de discpulos, que tenan fe en l, que crean, que era el Rey-Mesas, el apstol de los nuevos
tiempos, el precursor de otro reino, aquel a quien esperaban desde haca tanto tiempo, desde la noche
de los tiempos.
Las visitas se prolongaron hasta el anochecer. Luego colocaron el cuerpo en un atad fabricado con la
madera de la labor y la plegaria, la de la gran mesa de roble en la que tantas horas de estudio haba
pasado el rab. Junto a la casa mortuoria, un dispositivo policial apenas consegua contener, a la
muchedumbre. En la ciudad, la circulacin estaba bloqueada; ningn coche poda abrirse paso entre
aquella masa compacta de hombres de negro, de mujeres desconsoladas y nios de corta edad que, por
centenas de millares, se haban reunido para llorar al rab. Algunos, abrumados, se sujetaban la cabeza
con las manos. Otros aullaban por la calle su dolor. Otros, aqu y all, bailaban melodas hasdicas,
nostlgicas o alegres, y cantaban al son de msicas populares: "Nuestro maestro vivir, nuestro rab, el
Rey-Mesas". No iban a un entierro; aguardaban la Resurreccin, la poca en que concluira el xodo y,
luego, comenzara la de la liberacin. Entonces podran admitir que estaban en la tierra de Israel y
llamar suyo a aquel pas. ¿Acaso no lo haba dicho, con parbolas y alusiones? Lo haban comprendido.
Tanto sufrimiento y tanta dispersin. Tantas vejaciones y tantas ejecuciones. Ms tarde ya no exista.
Ms tarde estaba demasiado lejos. Era l, aqu y ahora; era l a quien esperaban ms tarde, despus de
tanto tiempo.
Los funerales fueron pospuestos hasta el da siguiente de su muerte, para permitir que todos llegaran.
El aeropuerto Ben Gurion estaba lleno de los hasidim de todos los pases, que haban tomado
precipitadamente el avin en Nueva York, Pars o Londres.
Cuando los discpulos salieron de la casa, los asaltaron quienes queran aproximarse al rab por ltima
vez. Iniciaron la procesin hacia el cementerio, seguidos por una negra y pensativa muchedumbre, como
una inmensa viuda tocada y velada, transida de sollozos. Luego el cortejo inici el ascenso hacia el
cementerio de Jerusaln, encaramado en el monte de los Olivos.
Lentamente, en silencio, le llevaron hasta la piedra que indicaba el emplazamiento donde descansaban,
desde haca trescientos aos, los precedentes rabinos del mismo linaje. Enterraron all su cuerpo
desnudo, envuelto en un sudario. Los tres secretarios del rab pronunciaron el kaddish. Se recitaron las
oraciones de costumbre.
Luego, el discpulo favorito del rab, el amado entre todos los dems, tom la palabra y se expres as:
"ÀHermanos y hermanas! -exclam-. Jerusaln, puerta de los pueblos, hoy est hecha pedazos, sus
murallas han sido destruidas y sus torres demolidas, se ha aventado su polvo: y he aqu que se parece a
una piedra seca. El rab, nuestro maestro, no est ya con nosotros como lo estaba antao. Somos
hurfanos en esta tierra, nuestras moradas estn desoladas, nuestro nimo, abatido, nuestras lgrimas
nos sirven de pan, nuestros ojos se consumen y nuestro gaznate se seca. Pero el pueblo que camina en
tinieblas ver muy pronto una gran luz. ÀMirad a vuestro alrededor! La caballera de Dios se cuenta por
veinte mil, por mltiples millares. Se preparan en todas partes; cada uno a su ritmo y segn sus
creencias, pero todos se arman y se unen en el gran hormigueo de los nuevos tiempos.
"A nuestro alrededor, el arruinado mundo se consume. Nuestros barrios son armaduras que nos
protegen contra las innumerables bajezas de las ciudades tentaculares, Sodoma y Gomorra de rostros
de acero y de plexigls. Cerramos los ojos ante la depravacin, el estupro y la lujuria, las dinastas
malditas de humanos estragados, bestias descarnadas que aullan al claro de luna, merodean por las
calles desiertas y, con ojos desorbitados y largos cabellos pegados a su hmeda nuca, matan sin motivo
la fcil presa, el nio indefenso y la mujer sola. Fuera de nuestras casas, la enfermedad se propaga y
llega a todos los continentes. Como una nueva lepra, aisla a los hombres unos de otros, y abandona a los
enfermos en los hospitales, postreros templos mortuorios donde se oficia, ms que la curacin, contra
la Redencin, lejos de la Resurreccin, la espera del fin, proftica, irrevocablemente anunciada por los
sacerdotes de blancos ropajes. A su alrededor, la tierra maldita, nauseabundo vertedero, asolada por la
tcnica y sus desechos, desecada, abrasada por el sol, invadida por el desierto, abandonada por las
aguas, la tierra vomita y escupe, con enfermizas convulsiones, el montn de huesos enterrados y la
sangre, fresca todava de la ltima guerra, matanza o genocidio. ¿No lo veis acaso? Asciende la
humareda, cae la flor, se seca la hierba. Esta tierra ser pronto dominio del buho y del erizo, de la
lechuza y del cuervo. Hermanos mos, estamos en otro tiempo, estamos en el fin de los tiempos.
"El da se lo dice a otro da, la noche se lo murmura al alba naciente, las gotas de roco palpitan bajo el
viento nuevo y traen la noticia: pues he aqu al rab, he aqu al Mesas que despierta de su sueo secular
y se levanta y resucita a los muertos para salvar al mundo y se sienta ya como aquelque refina y purifica
la plata, y se acerca ya a nosotros para juzgarnos. He aqu que se acerca el da, encendido como un
horno, y todos los orgullosos y todos quienes cometen maldades sern como paja y ese da que llega les
inflamar con su inextinguible fuego. Y sobre quienes temen su nombre se levantar el sol de la justicia,
y sus ojos lo vern, y dirn: magnificado sea el Eterno. Y quienes no lo vean sern demolidos por la
inmensa venganza del Eterno y as ser glorificado su nombre."
Entonces los ntimos del rab salieron del cementerio para dejar su lugar a las miradas de fieles que
aguardaban a sus puertas y que desfilaron por all hasta muy tarde, en la oscuridad sin sombras, en
aquella noche oscura como todas las dems noches. Tal vez era preciso que escapara de su tumba para
ascender a los cielos, pero nadie le vio. O bien, quienes ah estaban no hablaron de ello. O quiz, la
noche de su entierro era simplemente como su da: el cielo no estaba ms claro ni ms oscuro que otros
das; ninguna luz lo iluminaba, como un signo milagroso. La luna, oculta por espesas nieblas, no era llena ni
roja. Grisceas nubes, apenas blanqueadas por el negro fondo, anunciaban una lluvia fina o granizo, que
nunca lleg para refrescar el paisaje pesado y terroso. Los cielos no se desvanecieron como el humo ni
se enrollaron como un documento. La tierra no se quebr para volar hecha astillas, no vacil como una
borracha, no fue sacudida como una cabaa. El mar no estaba agitado, y sus tranquilas olas no arrojaron
lodo ni espuma. Las montaas no se derrumbaron y no se fundieron bajo el fuego. El Sarn no estaba
desolado como el Arava; el Bashan y el Carmelo no estaban en absoluto desguarnecidos. Ni nuevos
cielos, ni tierra nueva, ni reino alguno: la tierra, aqu abajo, nada. ¿Quin se haba encerrado, cautivo en
las grutas, quin se haba escondido all durante cuarenta das para leer el documento sellado? La vasija
del alfarero no se haba roto en mil aicos, y ningn cascote poda servir para prender el fuego del
hogar o sacar agua del estanque. La vasija del alfarero estaba llena. Contena mil tesoros divinos y las
excavaciones eran ricas en fragmentos.
El vino nuevo no estaba de luto, la via no se haba ajado y ningn cordero vivo gema ms que de
costumbre. El ritmo alegre de los tamboriles no haba cesado, el delicioso son del arpa resonaba todava
en las casas. La ciudad no haba sido vareada, ni esquilmada como la uva cuando finaliza la vendimia.
Jerusaln, puerta de los pueblos, no era la ciudad de la paz, de piedras engastadas con zafiros, de
almenas de rubes y telas extendidas. En su seno, el Templo no estaba reconstruido con madera de
ciprs, olmo y boj. Todo estaba tranquilo, sin ruido, sin el estruendoso ruido de la vida, sin ruido
procedente del Templo, sin ruido del Eterno, para pagar a sus enemigos con la misma moneda, para
soplar contra ellos el aliento de su clera, para desplegar contra ellos terribles represalias y castigos
de furor.
Sin embargo, hubiera podido haber un signo, un nfimo, pequeo indicio, que manifestara que todo no era
normal. Llegado el caso, alguien habra podido hacerlo saber. Pues los mdicos se haban equivocado. Era
tan viejo, y sin embargo tan robusto, tan vigoroso en los sermones que pronunciaba por todo el mundo,
para la gente a la que reciba indefinidamente, para los consejos que prodigaba por telfono o en su
casa, en privado o en pblico, por escrito o de palabra, cara a cara o por medio de sus discpulos. Era el
ltimo de su linaje y no tena hijos; y daba la impresin de que se agarraba a la vida para que durase.
Era tan viejo que no haban hecho caso. Prevean desde haca mucho tiempo aquel momento, con
aprensin o con miedo; lo haban predicho y haban doblegado la realidad a sus declaraciones, a su
ciencia proftica. ¿Pero quin habra podido saberlo, cuando l mismo anunciaba su prximo fin y su
futura resurreccin?
Sin embargo, no haba muerto de un desfallecimiento acontecido un da antes; haba muerto de un
choque violento, de un brutal golpe en la cabeza, que le haba sumido en el sopor. Pero aquello, nadie lo
saba, nadie salvo yo, que no poseo la omnisciencia. Pues el rab no haba fallecido de muerte natural. Su
hora haba llegado por la mano del Hombre que le haba enviado a Dios. Pues, en verdad, el rab no haba
fallecido de muerte natural: le haban matado. Yo le asesin.
"Pues he aqu que llega un da, inflamado como brasas, y todos los orgullosos, y todos los que cometen
maldades sern como paja; y llega aquel da y los inflama, ha dicho el Eterno de los Ejrcitos, y no les
deja ni raz ni rama."
Captulo 2
Nac en el ao 1967 de la era cristiana, pero mi memoria tiene cinco mil aos. Recuerdo los siglos
pasados como si los hubiera vivido pues mi tradicin los ha evocado con las palabras, los escritos y las
exgesis pronunciados en el transcurso del tiempo, acumulados y aadidos uno tras otro o perdidos para
siempre; pero lo que de ellos queda ahora est en m, forma un trazo cuyo contorno lineal se dibuja con
la gesta de las familias y las generaciones, y se prolonga as, de pariente en pariente, hacia la
descendencia. No estoy hablando de la Historia, ese desfile de figuras inmovilizadas en cera y los
sepulcrales de los museos que, en una eternidad muerta, hacen girar las pginas impvidas y glidas de
los libros de historia. Hablo de la memoria que se derrama en los recuerdos vivos y los pensamientos
insumisos ante el orden cronolgico, pues el orden del tiempo no conoce mtodo ni acontecimiento,
tenaces prejuicios de la ciencia, sino que es el del sentido, es decir de la existencia. La memoria
encuentra su elemento en el presente, por minuciosa introspeccin y descomposicin, descubre la
ausencia y la irrealidad de su ser, pues el presente no existe, siendo slo el enunciado directo de la cosa
que pasa y, al pasar, ha pasado ya y es, por lo tanto, pasado.
En la lengua que yo hablo no hay tiempo presente para el verbo ser; para decir "soy", debe emplearse un
futuro o un pasado y, para iniciar mi historia en vuestra lengua, quisiera poder traducir un pretrito
absoluto, no un pretrito compuesto que, en su traicin, haga presente el pasado mezclando ambos
tiempos. Y prefiero el pretrito indefinido que, simplemente, ha concluido ya en su unicidad y su
hermosa totalidad, al igual que en sus cerradas sonoridades. Es el verdadero pasado del tiempo pasado.
El presente que se analiza, como el presente que se enuncia en el pasado, se dirige hacia ste como si en
l descubriese su condicin, pues el pasado es, en efecto, la condicin de todo. En la Biblia que leo, no
hay presente, y el futuro y el pasado son casi idnticos. En cierto sentido, el pasado se expresa a
travs del futuro. Se dice que, para formar un tiempo pasado, se aade una letra, la vav, al tiempo
futuro. Se la llama la "vav conversiva". Pero esta letra significa tambin "y". As pues, para leer un
verbo conjugado, se puede elegir entre, por ejemplo, "hizo" o "har". He optado siempre por la segunda
solucin. Creo que la Biblia se expresa slo en futuro y que nunca hace ms que anunciar
acontecimientos que no tuvieron lugar, pero que ocurrirn en los prximos tiempos. Pues no hay
presente, y el pasado es el futuro.
Hace dos mil aos comenz una historia que cambi la faz del mundo por primera vez, y por segunda vez
hace hoy cincuenta aos, tras una sorprendente revelacin arqueolgica. Cuando digo "sorprendente", no
hablo por los mos, que saban desde el comienzo, es decir desde los primeros tiempos de la era
cristiana, sino por todos los dems; y tambin por ellos hablo de "arqueologa" pues, para m, nada hay
menos histrico ni ms vivo que esta ciencia. Puedo decir, en cierto sentido, que yo y los mos somos
quienes la hacemos y constituimos su objeto, pero ms adelante explicar eso.
Esta historia de la que os hablo, que forma parte de la Historia, pero que no es mi historia, es el
cristianismo. No soy cristiano; pertenezco a una comunidad de judos religiosos que viven al margen, a
contrapelo de la actual sociedad, y a los que denominan los hasidim. Como judos, por una tradicin
milenaria, estamos destinados a transcribir las palabras y los hechos importantes para que la memoria
perdure. Por ello voy a cumplir con mi deber y a escribir esta historia en su verdad y su exactitud; se
es aqu mi objetivo.
Debo decir, en primer lugar, que los hasidim no intentan convencer ni convertir a los pueblos. As, no
escribo para ser ledo; escribo para conservar la verdad de los hechos y la perennidad de la memoria.
Para ella escribo y para la posteridad: por mis padres y los padres de sus padres supe que era preciso
consignar y conservar secretos, en un pequeo rincn del mundo, las cosas y los pensamientos, no con
vistas a la actualidad y a los lectores presentes, pues tenemos vocacin monstica y vivimos apartados
de todos, sino para los lectores futuros, las generaciones por venir que sabrn descubrir y comprender:
descubrir nuestros secretos y comprender nuestra lengua. No escribo para m, pues la escritura no es
un exutorio ni un desahogo impo y pagano. Para m y para los mos, la escritura es sagrada, es un rito al
que me entrego casi a regaadientes, como si fuera un deber. Es mi modo de orar; de buscar el perdn;
de sacrificar.
Pero debo confesar que no soy un escriba minucioso. No siento amor por el detalle. Camino siempre a
grandes zancadas hacia el sentido, como un corredor, como un saltador de vallas. La belleza no es mi
fuerte, ni tampoco las cosas de la vista. La escritura no es mi xtasis. Siento por ella poco entusiasmo,
si la comparo con la piedad. Quisiera conservar slo los movimientos, pues son gestos y verbos,
movimientos y no descripcin. Me habra gustado dar acceso al sentido, directamente a la interioridad.
¿Pero puede entregarse sin una forma? Esta, al menos, no ser el velo engaoso y opaco de la belleza
que slo se revela a s misma: un esplendor vaco. El Talmud ensea que no deben admirarse los paisajes,
las hermosas plantas o los rboles encantadores que encuentras a tu paso cuando ests estudiando:
"Quien estudia recorriendo un camino y deja de estudiar para decir "qu bonito es este rbol, qu bella
es esta zarza" merece la pena de muerte". Creo que, en el fondo de m mismo, siempre he conservado
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