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109
SPANISH PODCAST
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El Quijote en Spanglish
Hello and wellcome to Spanishpodcast. I am Mercedes speaking yo you from Barcelona. In
our 109th episode we will review the first chapter of Cervantes best novel: Don Quijote de
La Mancha, in the classic version. In the second part of the episode wi will read the same
chapter I of El Quijote but from Ilán Stavans Spanglish translation.
Our episode lasts a little more than usual but we thought it was worth to get both ver-
sions in a mp3 podcast and to enjoy the classic version and to know (and enjoy it to, why
not?) Spanglish translation. Now it is a good chance to have both.
Hola queridos amigas y querido amigos, y bienvenidos a Español Podcast. Soy Mercedes y
os hablo desde Barcelona. En nuestro episodio número 109, vamos a repasar el primer ca-
pítulo de la mejor y universalmente conocida novela de Miguel de Cervantes: Don Quijote
de La Mancha, en su versión clásica original (con pequeñas modificaciones para facilitar
vuestra comprensión). En la segunda parte del episodio leeremos el mismo primer capítu-
lo de El Quijote, pero en la versión traducida al Spanglish por el profesor Ilán Stavans.
Nuestro episodio dura algo más de lo habitual, pero hemos pensado que merecía la pena
con tal de tener las dos versiones del primer capítulo de El Quijote, así podremos disfrutar
de la versión clásica, así como conocer (y también disfrutar, ¿por qué no?) la traducción al
Spanglish.
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Guía escrita 109 : El Quijote en Spanglish - 2009 2
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
De Miguel de Cervantes Saavedra
Primera Parte
Capítulo I
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de
la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme,
no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca
que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, con-
sumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de
velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mes-
mo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino.
Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina
que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensi-
llaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hi-
dalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes,
enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir
que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay al-
guna diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por
conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero
esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se
salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que esta-
ba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballe-
rías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio
de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su
curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de
sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a
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su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le pare-
cían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva; por-
que la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le pare-
cían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas
de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la
sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece,
que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y también cuando
leía: «... los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las
estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que me-
rece la vuestra grandeza».
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase
por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las
entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba
muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se
imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no deja-
ría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pe-
ro, con todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa
de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar
la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con
el cura de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza), so-
bre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de Ingalaterra, o Amadís
de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que
ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía com-
parar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy
acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan
llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban
las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y
así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera,
que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía
en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desa-
fíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había
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otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había
sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el Caballero de
la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos
fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,
porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose
de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra,
entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con
ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y desco-
medidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien
con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y
robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma
que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano
de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de
añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pen-
samiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció conve-
nible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio
de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo
con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo
aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban,
deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peli-
gros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase
el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio
de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado
del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo
que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían
sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos
siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y
aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era
que no tenían celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió
su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que,
encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es
verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cu-
chillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un
punto deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de pare-
cerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse
deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hie-
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rro por de dentro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortale-
za y, sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por ce-
lada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y
más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit , le
pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se
igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pon-
dría; porque (según se decía él a sí mesmo) no era razón que caballo
de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre
conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que declarase
quién había sido antes que fuese de caballero andante, y lo que era en-
tonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor esta-
do, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo,
como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba;
y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió,
deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a
llamar Rocinante , nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de
lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era
antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí
mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a
llamar don Quijote ; de donde, como queda dicho, tomaron ocasión los
autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar
Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acordándose
que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Ama-
dís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla
famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero,
añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Man-
cha , con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la
honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nom-
bre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le
faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse: porque el
caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin
alma. Decíase él: «Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena
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