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Entre Sócrates y Alcibíades
8 de Febrero de 1961
H ay pues agálmatas en Sócrates, y esto es lo que provocó el amor de Alcibíades. Ahora
vamos a volver a la escena en tanto pone precisamente en escena a Alcibíades en su discurso
dirigido a Sócrates, y al cual Sócrates, como lo saben, va a responder dándole, hablando con
propiedad, una interpretación. Veremos cómo esta apreciación puede ser retocada, pero se
puede decir que estructuralmente, a primera vista, la intervención de Sócrates va a tener todas
las carácterísticas de una interpretación. A saber: "todo lo que acabas de decir tan
extraordinario, enorme, en su impudencia, todo lo que acabas de develar hablando de mi, es
para Agatón que lo has dicho".
Para entender el sentido de la escena que se desarrolla de uno a otro de estos términos, del
elogio que Alcibíades hace de Sócrates a esta interpretación de Sócrates, y a lo que seguirá,
conviene que retomemos las cosas un poco más arriba, y detalladamente. A saber, que
veamos el sentido de lo que ocurre, a partir de la entrada de Alcibíades, entre Alcibíades y
Sócrates.
Se los he dicho, a partir de ese momento, ocurrió ese cambio, que no es más del amor del que
se va a hacer el elogio, sino hacer el elogio de un otro designado por orden. Y justamente lo
importante es esto: de lo que se va a tratar de hacer el elogio, epainos, del otro. Y es
precisamente en esto, en cuanto al diálogo, que reside el pasaje de la metáfora. El elogio del
otro se substituye no al elogio del amor, sino al amor en sí mismo. Y esto desde el comienzo.
Es, a saber, que Sócrates, dirigiéndose a Agatón, le dice: "el amor de este hombre, Alcibíades,
no es para mí algo sencillo (todos saben que Alcibíades fue el gran amor de Sócrates). Desde
que me enamoré de él —veremos el sentido que conviene dar a estos términos, ha sido el
erastés— no me es más permitido poner los ojos sobre un buen mozo ni entretenerme con
ninguno sin que me tenga celos y me envidie, entregándose a increíbles excesos. Por poco no
se me echa encima de la forma más violenta. Toma cuidado, y protégeme, le dice a Agatón,
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pues tanto la manía de éste, como la rabia de amar, me dan miedo".
Es después de esto que se ubica el diálogo con Erixímaco, de donde va a resultar el nuevo
orden de cosas. Es, a saber, que fue convenido que se hará elgio uno por vez de aquél que
está a la derecha.
Esto está instaurado en el curso de un diálogo entre Alcibíades y Erixímaco. El epainos, el
elogio que va a estar en cuestión, tiene, os lo dije, esta función metafórica, simbólica, de
expresar algo que, del uno al otro, aquél del cual se habla, tiene una cierta función de metáfora
del amor; epainein: alabar, tiene aquí una función ritual, que es algo que puede traducirse en
estos términos: hablar bien de alguien. Y, a pesar de que no se puede hacer valer este texto en
el momento del Banquete, ya que es posterior, Aristóteles en su Retórica, Libro I, Capítulo 9,
diferencia epainos de enkomion. Les he dicho que no quería hasta ahora entrar en esta
diferencia entre epainos y enkomion.
Pero a pesar de todo llegaremos a esto, llevados por la fuerza de las cosas.
La diferencia del epainos, muy precisamente en la forma en que Agatón ha introducido su
discurso. Habla del objeto partiendo de su naturaleza, de su esencia, para luego desarrollar
sus cualidades. Es un despliegue, si se puede decir, del objeto en su esencia. Mientras que el
enkomion, que tenemos, parece, dificultad en traducir, y el término komos que está ahí
implicado sin duda por algo, el enkomion, si se debe traducir por algo equivalente en nuestra
lengua, sería algo así como panegírico, y si seguimos a Aristóteles, se tratará entonces de
trenzar la guirnalda de los grandes hachos del objeto.
Punto de vista que desborda, que es excéntrico en relación a la mira de su esencia, que es la
del epainos.
Pero el epainos no es algo que no se presenta ambigüo a partir de su abordaje. Primero, es en
el momento donde se decide que es del epainos que se tratará, que Alcibíades empieza a
retrucar que la observación que hizo Sócrates sobre su celo, digamos feroz, no comporta una
sola palabra verdadera. Es todo lo contrario. Es él, el buenhombre, quien, si llego a alabar a
alguien en su presencia, sea un dios, sea un hombre, si es otro que no sea él, va a caer sobre
mí —y retama la misma metáfora que hace un rato— to kheîre, con brazos cortos.
Allí hay un tono, un estilo, una suerte de malestar, de embrollo, una suerte de respuesta
molesta, de "cállate", casi pánica de Sócrates.
"Cállate. No contendrás tu lengua", se traduce con bastante certeza. "Por Poseidón, contesta
Alcibíades —lo que no es poco— no podrías protestar, te lo prohibo. Sabes bien que en tu
presencia no haría el elogio de quienquiera que fuese".
"Pues bien, dice Erixímaco, pronuncia el elogio de Sócrates".¿ Y qué sucede entonces? "¿Es
que a Sócrates, al hacer su elogio, debo infligirle ante ustedes el castigo público que le he
prometido, haciendo su elogio,debo desenmascararlo?" Y es así que será luego en su
desarrollo. Y en efecto, no es tampoco sin inquietud, como si ahí fuera a la vez una necesidad
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de la situación y también la implicación del género, que el elogio pueda en estos términos ir tan
lejos como para hacer reír a aquél del cual se va a tratar.
Alcibíades propone también un gentlemen agreement(1): "¿debo decir la verdad?", a lo que
Sócrates no se rehusa. "Te invito a decirla". "Pues bien, dice Alcibíades, te doy la libertad, si
traspaso los límites de la verdad en mis términos, de decir: tu mientes. Por cierto, si llego a
divagar, a perderme en mi discurso, no debes extrañarte por ello dado el personaje
—volvemos a encontrar allí el término de la atopía — incalificable, eres tan desconcertante;
cómo no embrollarse en el momento de poner las cosas en orden, katarithmein, de hacer la
enumeración y la cuenta". Y he aquí el elogio que comienza. El elogio, la última vez les indiqué
la estructura y el tema. Alcibíades, en efecto, dice —sin duda entra en el geláo, geloios, más
exactamente, en lo risible, y seguramente empezando a presentar las cosas por la
comparación que, os lo apunto, retorna en suma tres veces en su discurso, cada vez con una
insistencia casi repetitiva, donde se compara a Sócrates con esta envoltura ruda e irrisoria que
constituye el sátiro: de alguna manera hay que abrirla para ver en su interior lo que la primera
vez él llama agalmata theon, la estatua de los dioses. Y después retoma en los términos que
les he dicho la última vez, llamándolos nuevamente agalma, agalma divina, admirable. La
tercera vez lo veremos más adelante utilizar el término are tés, agalma aretés, la maravilla de
las maravillas. Sobre la marcha, lo que vemos es esta comparación, esta comparación que en
el momento en que es instaurada, es llevada en ese momento muy lejos, en que es comparado
con el sátiro Marsias. Y a pesar de su protesta —y seguramente no es flautista— Alcibíades
vuelve, apoya, y compara aquí a Sócrates con un sátiro, no simplemente con una forma de
caja, un objeto más o menos irrisorio, sino con el sátiro Marsias, nominalmente, en tanto que
cuando entra en acción, todos saben por la leyenda el encanto que se libera de su canto. El
encanto es tal que este Marsias incurrió en los celos de Apolo. Apolo lo hace descuartizar por
haberse atrevido a rivalizar con la suprema música, la música divina. La única diferencia
—dice, entre él y Sócrates, es que en efecto Sócrates no es flautista. No es a través de la
música que opera, y sin embargo el resultado es exactamente del mismo orden. Y aquí
conviene referirnos a lo que Platón explica en el Fedro concerniente a los estados, si así se
pare de decir, superiores de la inspiración, tal como son producidos más allá del
franqueamiento de la bollera. Entre las diversas formas de este franqueamiento, que no retamo
aquí, están las que son deomenous, que necesitan de los dioses y de las iniciaciones; y estos,
la marcha, la vía, consiste para ellos en un medio entre los cuales el de la ebriedad, producida
por una cierta música, produce en ellos esto que se llama la posesión. No es ni más ni menos
a este estado al que Alcibíades se refiere cuando dice que es lo que Sócrates produce en él a
través de las palabras. Con palabras que no tienen acompañamiento; sin instrumento, produce
a través de sus palabras exactamente el mismo efecto.
"Cuando tenemos la oportunidad de escuchar un orador — dice — hablar de un tema
semejante, aunque fuese un orador de primer orden, es poco el efecto que eso nos hace; al
contrario, cuando se te escucha a tí o bien tus palabras relatadas por otro, aunque no fuese
más que pány faulos, alguien sin valor, que el auditor sea mujer, u hombre o adolescente, el
golpe que recibe, que lo perturba, hablando con propiedad, es katekhómetha (XIII): estamos
poseídos por eso".
Aquí está la determinación del punto de experiencia a través del cual Alcibíades considera que
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en Sócrates está ese tesoro, este objeto totalmente indefinible y precioso, que es aquél que va
a fijar, si se puede decir,su determinación después de haber desencadenado su deseo. Está
en el principio de todo lo que luego va a ser desarrollado en estos términos, su resolución, y
sus empresas junto a Sócrates Y es en este punto que debemos detenernos.
Esto es en efecto lo que nos va a describir. Le ocurrió con Sócrates una aventura qué (...) ver
nota(2). Es que habiendo tomado esta determinación, sabiendo que de alguna manera
caminaba sobre un terreno poco seguro; sabe desde hace mucho la atención que Sócrates
presta a lo que llama su (...) ver nota(3), —se traduce como se puede—, en fin, su sex appeal,
le parece que le sería suficiente que (...) ver nota(4) le declare para obtener justamente de él
todo lo que está en cuestión, a saber, lo que define él mismo como: todo lo que él sabe (cita
griega(5)), y entonces es el relato de las diligencias.
Pero, después de todo, será que aquí no pode más ya detenernos; ya que Alcibíades sabe que
de Sócrates tiene el deseo, que nos presume mejor y más fácilmente su complacencia.
Qué quiere decir este hecho, que de alguna manera lo que él sabe, ya, Alcibíades, a saber,
que para Sócrates es un amado, un erómenos; qué necesidad tiene de hacerse dar por
Sócrates sobre este tema el signo de un deseo que, puesto que es de alguna manera
reconocido —en los momentos pasados Sócrates nunca hizo misterio de eso reconocido y por
eso conocido, y por lo tanto, podríamos pensar, ya confesado; qué quieren decir estas
maniobras de seducción desarrolladas con un detalle, un arte y al mismo tiempo, una
impudencia , un desafío hacia los auditores que por otra parte es tan sentido como algo que
rebasa los límites de lo que introduce, no es nada menos que la frase que sirve en el origen de
los misterios: "ustedes que están ahí, tápense los oídos". Se trata de los que no tienen derecho
a oír, menos aún de repetir, sirvientes; los que no pueden oír lo que va a ser dicho, cómo esto
va a ser dicho, más vale para ellos que no oigan nada..
Y en efecto, el misterio de esta exigencia de Alcibíades responde a este misterio, corresponde
después de todo a la conducta de Sócrates. Pues si Sócrates se mostró desde siempre como
el erastés de Alcibíades, sin duda nos parecerá desde una perspectiva post-socrática, diríamos
desde otro registro, que es un gran mérito lo que muestra, y que el traductor del Banquete
apunta al margen bajo el término de su templanza. Pero esta templanza no es tampoco algo
que en el contexto esté indicado como necesario; que Sócrates muestre allí su virtud, puede
ser, pero qué relación con el sujeto del cual se trata, si es verdad que lo que nos muestran a
este nivel es algo que concierne al misterio del amor. En otros términos, ven ustedes alrededor
de qué intento girar; de esta situación, de este juego, de lo que se desarrolla ante nosotros en
la actualidad del Banquete, para asir, propiamente hablando, la estructura. Digamos que todo
en la conducta de Sócrates indica que el hecho de que Sócrates, en suma, se rehuse a entrar
él mismo en el juego del amor, está estrechamente ligado a esto que está planteado en el
origen como el término del debate; es que él sabe. Y es también, dice, la única cosa que sabe.
Sabe de qué se trata en las cosas del amor. Y di remos que es porque Sócrates sabe, que él
no ama.
Y, también, con esta clave demos el pleno sentido a las palabras que acoge, después de tres o
cuatro es cenas en las cuales la escalada de los ataques de Alcibíades nos es producida en un
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ritmo ascendente —la ambigüedad de la situación confina siempre a lo que, propiamente
hablando, es el geláo, lo risible, lo cómico. En efecto, es una escena bufona estas invitaciones
a cenar, que se termina por un señor que se va muy temprano, muy educadamente, después
de haberse hecho esperar, que vuelve una segunda vez y que nuevamente se escapa, y con el
cual el diálogo se produce bajo las sábanas: "Sócrates, ¿duermes?" En absoluto. Hay algo
que, para llegar a estos últimos términos, nos hace pasar por caminos bien hechos para
ponernos en un cierto nivel. Cuando Sócrates al final le contesta, después que Alcibíades se
haya verdaderamente explicado, haya llegado hasta el punto de decirle: "Allí está lo que deseo,
y seguramente me avergonzaría de esto ante la gente que no entendería; te explico a ti lo que
quiero"— Sócrates le contesta: "Finalmente, no eres el último de los estúpidos. Es verdad que
justamente lo que quieres es lo que poseo, si en mí existe este poder gracias al cual llegarías a
ser mejor. Sí, has debido percibir en mí una belleza que difiere de todas las otras. Una belleza
de otra calidad, alguna otra cosa, y habiéndola descubierto te colocas a partir de allí en la
postura de compartirla conmigo, o más exactamente de hacer un intercambio: belleza contra
belleza, y al mismo tiempo, —aquí en la perspectiva socr ática de la ciencia: la ilusión, la falacia
de la belleza— quieres intercambiar la verdad. Y en efecto, Dios mío, eso no guiere decir otra
cosa que intercambiar cobre contra oro. Pero, dice Sócrates —y allí conviene tomar las cosas
como son dichas— desengá ñate. Examina las cosas con más cuidado, ameinon skópei, de
manera de no equivocarte, este (...) ver nota(6) no siendo, hablando con propiedad nada".
"Paren evidentemente, dice, el ojo del pensamiento va abriéndose en la medida que el alcance
de la vista del ojo real va disminuyendo. Seguramente no estás en este punto. Pero cuidado,
allí donde ves algo, no soy nada".
Lo que Sócrates rehusa en este momento, si es definible en los términos que les he dicho
concernientes a la metáfora del amor; lo que Sócrates rehusa, para mostrar se lo que ya
mostró ser, diría, casi oficialmente en todas las salidas de Alcibíades, para que todo el mundo
sepa que Alcibíades, dicho de otra forma, fue su primer amor, lo que Sócrates rehusa mostrar
a Alcibíades, es algo que toma otro sentido, que sería propiamente la metáfora del amor, en
tanto que Sócrates se admitiría como amado. Y diría más, se admitiría como amado,
inconscientemente. Es justamente por que Sócrates sabe, que se rehusa a haber sido a
cualquier título, sea justificado o justificable, erómenos. Lo deseable, lo que es digno de ser
amado.
Lo que hace que él no ame, que la metáfora del amor no pueda producirse, es la substitución
del erómenos por el erastés, el hacho que se manifieste como erastés en el lugar en que había
erómenos, y es a lo que no se puede rebasar, porque para él, no hay nada en él que sea
amable. Porque su esencia es ese orden, ese vacío, ese hueco y, para utilizar un término que
ha sido utilizado posteriormente en la meditación neo-platónica y agustiniana, esta kénosis,
que es lo que representa la posición central de Sócrates.
Es tan verdadero que este término kénosis, este vacío opuesto al lleno, de quién sino de
Agatón justamente, está completamente en el comienzo del diálogo cuando Sócrates, después
de su larga meditación en el vestíbulo de la casa vecina, llega finalmente al Banquete y se
sienta al lado de Agatón; empieza a hablar —se cree que juega, que bromea, pero en un
diálogo a la vez tan riguroso y austero en su desarrollo, podemos creer que nada está allí
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