La Isla del Tesoro.pdf

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La Isla del Tesoro
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Robert L. Stevenson
LA ISLA DEL TESORO
Indice
Parte Primera: EL VIEJO PIRATA
Cap. 1 . Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow»
Cap. 2. La aparición de «Perronegro»
Cap. 3. La Marca Negra
Cap. 4. El cofre
Cap. 5. La muerte del ciego
Cap- 6. Los papeles del capitán
Parte Segunda: EL COCINERO DE A BORDO
Cap. 7. Mi viaje a Bristol
Cap. 8. A la taberna «El Catalejo»
Cap. 9. Las municiones
Cap. 10. La travesía
Cap. 11. Lo que escuché desde el barril de manzanas
Cap. 12. Consejo de guerra
Parte Tercera: MI AVENTURA EN LA ISLA
Cap. 13. Así empezó mi aventura en la isla
Cap. 14 . El primer revés
Cap. 15. El hombre de la isla
Parte Cuarta: LA EMPALIZADA
Cap. 16. Cómo abandonamos el barco
Cap. 17. El último viaje del chinchorro
Cap. 18. Cómo terminó nuestro primer dú de lucha
Cap. 19. La guarnición de la empalizada .
Cap. 20. La embajada de Silver
Cap. 21. Al ataque
Parte Quinta: M I AVENTURA EN LA MAR
Cap. 22. Así empezó mi aventura en la mar
Cap. 23. A la deriva
Cap. 24. La travesía en el coraclo
Cap. 25. Cómo arrié la bandera negra
Cap. 26. Israel Hands
Cap. 27. ¡Doblones!.
Parte Sexta: EL CAPITAN SILVER
Cap. 28. En el campamento enemigo
Cap. 29. La Marca Negra, de nuevo
Cap 30 Bajo palabra
Cap. 31. La busca del tesoro: la señal de Flint
Cap. 32. La busca del tesoro: la voz entre los drboles
Cap. 33. La caída de un jefe
Cap. 34. El fin de todo
Para S.L. 0.,
un caballero americano,
de acuerdo con cuyo clásico gusto
ha sido imaginada la narración que sigue,
y al que ahora, agradeciéndole tantas horas deliciosas,
Comment: Samuel Lloyd Osbourne.
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y con los mejores deseos,
dedica estas páginas su afectuoso amigo,
EL AUTOR
Para el comprador indeciso
Si los cuentos que narran los marinos,
Hablando de temporales y aventuras, de sus amores y sus odios,
De barcos, islas, perdidos Robinsones
Y bucaneros y enterrados tesoros,
Y todas las viejas historias, contadas una vez más
De la misma forma que siempre se contaron,
Encantan todavía, como hicieron conmigo,
A los sensatos jóvenes de hoy:
-¿Qué más pedir? Pero si ya no fuera así,
Si tan graves jóvenes hubieran perdido
La maravilla del viejo gusto
Por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne,
O con Cooper y atravesar bosques y mares:
Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
Dormir el sueño eterno con todos mis piratas
Junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.
Comment: Autores de muy populares
novelas de aventuras.
Comment: James Fenimore Cooper.
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PARTE PRIMERA
EL VIEJO PIRATA
Capítulo 1
Y el viejo marino
llegó a la posada del «Almirante Benbow»
El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caba lleros me han indicado que ponga por escrito
todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posi ción de la isla, ya que
todavía en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de gracia de 17... y mi
memoria se remonta al tiempo en que mi padre era dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo
curtido navegante, con su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.
Comment: No hay una equivalencia en
castellano; sería «principal hacendado»
porque tiene características de poder, y
como un primer peldañ o de nobleza, por
su carácter hereditario.
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Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arras-
traba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce
viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que
había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que
cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y mas-
ticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo
le escucharía:
«Quince hombres en el cofre del muerto...
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante. Golpeó en la puerta con un p a-
lo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contempla-
ciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los
catadores, chascando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la
muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.
-Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh,
compañero? Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia. -Bueno; pues entonces aquí me
acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! -le gritó al hombre que arrastraba las angarillas-. Atraca aquí y echa una
mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días -continuó-. Soy hombre llano; ro n; tocino y huevos
es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre?
Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada... -y arrojó tres o cuatro monedas de oro
sobre el umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya . comido ese dinero -dijo con la misma voz con que po-
día mandar un barco.
Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no tenía el aire de un simple mari-
nero, sino la de un piloto o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había por-
tado las angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia delante del «Royal Geor-
ge» y que allí se había informado de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron
buenas referencias de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había preferido
para instalarse. Fue lo que supimos de él.
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabun deaba en torno a la ensenada o por lo s acanti-
lados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego,
bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la
cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla; por lo que tanto nosotros como los clientes habi-
tuales pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había
pasado por el camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la
compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de que precisamente lo que trataba
era de esquivarla. Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en tiempo
solían hacer los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba, antes de pasar a la
cocina, por entre las cortinas de la puerta; y siempre permaneció callado como un muerto en presencia de
los forasteros. Yo era el único para quien su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo, partici-
paba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió cuatro peniques de plata cada primero
de mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de un marino con una sola pierna». Muchas
veces, al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un tremendo bufido, mirándome con
tal cólera, que llega baa inspirarme temor; pero, antes de acabar la semana parecía pen sarlo mejor y me daba
mis cuatro peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino con una sola pierna».
No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más terribles imágenes del mutilado. En
noches de borrasca, cuando el viento sacudía hasta las raíces de la casa y la marejada rugía en l a cala rom-
piendo contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más diabólicas expresiones.
Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla; otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso
de una única pierna que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas, correr y per-
seguirme saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas, qué caro pagué mis cuatro peniques con tan
espantosas visiones.
Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna, yo era, de cuantos trataban al cap i-
tán, quizá el que menos miedo le tuviera. En las noches en que bebía mas ron de lo que su cabeza podía
aguantar, cantaba sus viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a cuantos lo rodeábamos; en oc a-
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